Indigno pero Llamado: Llevando el Mensaje de Dios por Fe
Como seres humanos, somos profundamente conscientes de nuestras imperfecciones. Desde el momento en que reconocemos nuestra fragilidad moral y nuestras constantes caídas, surge una voz interna que nos susurra que no somos dignos de llevar el mensaje de Dios. Y es cierto: no lo somos. La santidad y la perfección de Dios contrastan con la imperfección de nuestra humanidad. Sin embargo, es precisamente en esta realidad donde se manifiesta la gracia y el poder de Dios.
A lo largo de la historia bíblica, encontramos ejemplos de hombres y mujeres que, a pesar de sus fallos, fueron llamados a llevar el mensaje de salvación. Moisés, un hombre tartamudo y temeroso, fue elegido para liberar a Israel. David, a pesar de sus pecados, fue llamado "un hombre conforme al corazón de Dios". Pablo, perseguidor de cristianos, se convirtió en uno de los apóstoles más influyentes del cristianismo. Estos ejemplos nos recuerdan que no es nuestra perfección la que nos califica, sino la gracia de Dios y nuestra fe en Él.
El sentimiento de indignidad puede paralizarnos si lo permitimos. Es fácil creer que nuestras fallas nos descalifican para compartir el evangelio. Sin embargo, la Biblia nos enseña que Dios elige lo débil para avergonzar a lo fuerte y lo necio para confundir a los sabios (1 Corintios 1:27). En este acto de humildad, Dios muestra Su gloria a través de nosotros.
Llevar el mensaje de Dios no es un acto de merecimiento, sino de obediencia y fe. Es reconocer que, aunque no somos dignos, hemos sido redimidos por la sangre de Cristo. Nuestra indignidad no es un obstáculo para Dios; es un lienzo en blanco donde Su gracia puede ser plasmada para que otros vean Su poder transformador.
Por fe, debemos dar a conocer el mensaje de salvación. No porque seamos perfectos, sino porque hemos sido tocados por el amor de Dios. Cada palabra, cada testimonio y cada acto de bondad reflejan la obra de un Dios que utiliza vasijas frágiles para llevar Su luz al mundo.
Asumir este llamado con humildad y determinación es nuestro mayor acto de gratitud. No somos dignos, pero somos enviados. Y en esa paradoja, encontramos el verdadero sentido de nuestra misión: que en nuestra debilidad, Su poder sea perfeccionado (2 Corintios 12:9).